BIENVENID@S

Hola a tod@s, este blog está pensado para todas aquellas personas que estén muy muy de los nervios, y quieran seguir paso a paso mi evolución en este período de mi vida caracterizado por tres factores: SOLTERÍA, HISTERIA Y FAMILIA.

Asistiréis a mis visitas al psicólogo y os iré informando si realmente merece la pena dejarse la pasta en alguien que se limita a escucharte y que podría ser perfectamente tu mejor amiguísssssima con la salvedad de que después del café te pide dinero.

Espero que os guste. Cualquier sugerencia, no tenéis más que expresarla.
Junt@s lograremos superar esta crisis de nervios.

domingo, 21 de febrero de 2010

DE CÓMO ME DI CUENTA DE QUE NO ERA COMO LOS DEMÁS

En realidad siempre lo había sospechado. No hacía falta ser un lince para darse cuenta, o haber estudiado un máster en psicología evolutiva para darse cuenta de que yo no era como el resto, pero cuando uno tiene tan corta edad, pues se cree que todo es normal por el hecho de que los prejuicios sociales todavía no han hecho mella.

Al principio todo me parecía muy normal como ya digo, y nada me inquietaba aparentemente. El problema comenzó durante mi primera escolarización, la tan añorada Educación General Básica. Corría el año 1991 y Europa se estremecía ante las desoladoras imágenes de la guerra de los Balcanes. Alguien externo a mi colegio vino un día a presentarnos un vídeo sobre el conflicto. Por cierto, algo políticamente incorrecto en la actualidad porque las imágenes eran verdaderamente traumatizantes para niños de entre 10 y 14 años, pero estoy seguro de que el tipo no lo hacía con ninguna mala intención, simplemente la de concienciarnos de la sinrazón de la guerra, cualesquiera que fueran sus causas.

Mientras visionaba aquella sarta de horrores con niños desangrados (quizás desfallecidos, quizás muertos), mujeres atacándose entre ellas por llevarse a la boca un mendrugo de pan, o niñas violadas que vagaban con la mirada perdida entre los campos de concentración, empecé a darme cuenta de que no sentía absolutamente nada, de que la indolencia más completa se había apoderado de mí con una sutileza, entre lo pasmoso y lo obsceno, que llegó a asustarme.

Al ser yo un niño pizpireto y muy redicho, casi insolente, me daba cuenta de que todos mis compañeros, aquellos críos que me rodeaban con compungidos gestos estaban esperando de mí la reacción última del dolor y la angustia, esto es, mi llanto.

Y como desde bien pequeñito mis padres me han enseñado a darle a la sociedad lo que ésta espera de mí, no pude por menos que echarme a llorar, sacando las lágrimas de un desierto ocular que respondía al hecho de mi vacío sentimental. Que yo recuerde, ésa fue mi primera gran actuación de cara a la sociedad para no ser desenmascarado: Yo no tenía sentimientos, había nacido vacío e impertérrito, lo cual siempre he encontrado una virtud más que un defecto pues me permitía observar la realidad con mayor objetividad.

De hecho, siempre supe que mi madre fingía no saberlo, y le encantaba comportarse como una madre normal cuyo hijo tiene ganas de sentir y vibra con palpitaciones de alegría, pero quizás se culpaba por la maldita herencia que me había transmitido: Ella tampoco sentía nada. Por eso yo también hacía como que no lo sabía, para que no se sintiera como un monstruo. Curioso juego éste pensaba yo mientras la espiaba a escondidas.

Con el paso de los años, llegó la adolescencia, y yo imitaba los comportamientos de los prepúberes a pies juntillas. Qué fácil es pasar desapercibido, me solía repetir interiormente cuando expresaba un presunto flechazo por alguien o dibujaba corazones con iniciales dentro.

Mi etapa preferida era el verano. Había que elegir una víctima y declararte enamorado de ella durante los meses estivales hasta que llegara septiembre y la vuelta a las clases te permitiera olvidarla. Era tan sencillo el juego de la vacuidad...

Llegado ya a adulto, la sociedad esperaba de mí una pareja, y yo no estaba dispuesto a decepcionarla. Seleccioné con esmero la víctima, aunque no fue difícil, pues ahí también fingí un presunto flechazo, y seguí con atención todo el protocolo que tan estudiado tenía a mi alrededor: Cortejo, llantos de angustia por desesperación, declaración, primer beso... Todo salió a pedir de boca, incluso llegué a creer, no sin cierta ingenuidad, que me había curado del concepto que hoy quiero confesaros, mi incapacidad emocional.

Tras algunos años felices (no hay que olvidar que la sociedad premia a los que siguen sus dictámenes) huí, bien lejos, donde pudiera empezar de cero, ya que empecé a creer que mi propia pareja me había descubierto y sólo el mero hecho de que se supiera que no era como el resto me aterrorizaba. Había llegado el momento de condenarme yo mismo al ostracismo. Incapacidad emocional rima con soledad. Son dos conceptos que van el uno con el otro. Y eso lo sabe quien lo padece.

Hoy me decido a escribir estas líneas como una llamada de socorro. El blog se titula "Mi terapia Psicológica: Camino hacia ninguna parte" y no es por casualidad. Quiero purgar este dolor que consiste precisamente en eso, en no sentirlo, y creo haber empezado la senda correcta para conseguirlo, el problema es que no sé a dónde me llevará.